Ensayo

Reflexiones sobre la entrada y salida del extremismo a partir del testimonio de David Saavedra por Damián De Luca

¿Cómo es que un pibe con un entorno sano termina absorbido por un grupo extremista? ¿Cómo alguien inteligente termina sometido a una burbuja que le lava la cabeza con teorías conspirativas? Una ‘‘burbuja’’ o un ‘‘círculo’’ es una pequeña comunidad altamente hermética, sostenida a partir de mecanismos de permanencia coercitivos y en la que sus integrantes vivencian una realidad en conflicto con la del resto de la sociedad. Llamamos a quién habita una burbuja, un extremista o radicalizado. Ejemplos de burbujas son los fanáticos religiosos, los terraplanistas, los fanáticos políticos como los neonazis, los antivacunas, los negacionistas del Covid 19 y en general toda secta. Este artículo es una reflexión en torno al testimonio de David Saavedra sobre su experiencia en la burbuja nacionalsocialista, plasmada en el libro ‘‘Memorias de un exnazi. Veinte años en la extrema derecha española’’.

Entrada: La piedra vidente

David era un pibe normal, como cualquiera. Sus padres no eran nazis y sus amigos tampoco. En la escuela le enseñaron – no con demasiado esmero – sobre la Segunda Guerra Mundial y sobre el Holocausto, como a cualquier chico de su edad. Nada hay en su ‘‘expediente’’ que nos pueda adelantar el ‘‘plot twist’’ que a sus quince o dieciséis años dará un vuelco a su vida para siempre. Esta historia comienza con un primer acto irónico, el punto de partida para ingresar a las ideas nacionalsocialistas fue un documental sobre Hitler. Un documental que pretendía alejar a las personas de esas ideas pero que, en su caso, las cosas no salieron como debían. Un día cualquiera, su padre estaba viendo un documental sobre la Segunda Guerra en la televisión. Es esa, la primera vez en que David recuerda haberse topado con imágenes de Hitler dando un discurso ante la muchedumbre. Impresionado frente a semejante despliegue escénico, pregunta quién es esa persona y recibe una respuesta escueta y ambigua: ‘‘un loco’’. Claro que sería injusto echarle la culpa al padre por ésto. No conocemos su formación y además, es obvio que ninguno de nosotros podríamos haber previsto el desarrollo de los hechos posteriores. Pero lo cierto es que esa imagen imponente, sumada a una explicación insuficiente, causaron un gran impacto en David, quien a partir de ese momento sintió un intenso interés por la Segunda Guerra Mundial. Podemos identificar un componente importante de azar. Imágenes que a unos les hubieran pasado inadvertidas, a otros los marcan de por vida. ¿Acaso todos tendremos nuestra propia kriptonita audiovisual: imágenes que nos peguen en un lugar particularmente vulnerable? ¿Estaremos todos al borde de nuestro propio precipicio? 

Hay en estos hechos cuatro indicios en los que el autor reflexiona y que nos pueden ayudar a esbozar una posible explicación de su ingreso al extremismo. El primero es el plano estético, éste ejerció una supremacía sobre todo lo demás. En las palabras del propio David: 

… Me fijé en el ejército alemán por algo tan inocente como los uniformes, las insignias, la forma del casco o el modo en que desfilaban los soldados. Imágenes sugerentes que bastaron para cautivar a mi mente adolescente… (Saavedra, 2021: 30)

Esto no debería sorprendernos. Con similares estrategias propagandísticas nos venden tanto un jabón en polvo como una ideología política. Nos encontramos desvalidos frente al plano estético. La belleza de un color o de un escudo puede resultar ser el caballo que salta sobre nuestras defensas racionales, invariablemente lentas y perezosas. El segundo indicio es la curiosidad como uno de los elementos que lo llevaron tanto a entrar como a salir de la burbuja. Así como Pippin, el entrañable hobbit de El señor de los anillos, luego de entrar en contacto con la piedra vidente (palantir), quedó tomado por un insaciable deseo de ver más allá, este joven español cayó en las oscuras profundidades de sus intrigas al ver esas impresionantes imágenes por televisión, pero éste, sin la cercanía de un sabio mago para corregir su camino. El tercer indicio es la poca importancia que se le dio en su educación a la generación de una conciencia política, tanto en el ámbito familiar como escolar, que funcione como defensa frente a las ideologías extremistas. Por último, David Saavedra admite una predisposición natural hacia el extremismo en general y no necesariamente sólo hacia el facismo.

Siguiendo con el relato, luego del impacto que le causaron aquellas imágenes y de su fanatización con la Segunda Guerra Mundial, un día encontró, perdida en alguna estantería, una olvidada novela que exaltaba un relato épico sobre un barco de la marina alemana que peleó valientemente hasta su extinción frente a una flota británica. El azar de haber encontrado esta novela y la veneración que le produjo el contacto con sus páginas, sin dudas magistralmente escritas, contribuyó a fortificar una intuición que permaneció intacta por décadas: ‘‘los alemanes eran los buenos’’ (Saavedra, 2021: 35). Una vez que esta intuición se establece como axioma, ésta comanda el filtro con que se percibe todo lo demás. Con esta postura ya establecida en su inconsciente y obsesionado con el tema, siguió consumiendo todo tipo de literatura pro nazi. Nadie pareció percibir la gravedad de lo que estaba sucediendo y en consecuencia, su progresivo proceso de radicalización siguió su curso sin mayores resistencias. A través de salas de chat, en las que David se pasaba todo el día, conoció a otras personas con sus mismas inquietudes, quienes le facilitaron el acceso a numerosos libros de revisionismo histórico, en los que se negaba la existencia del Holocausto, se glorificaba el gobierno de Hitler y se acusaba a todo aquello que se opusiera a estas ideas, de ser parte de un gran sistema de manipulación para someter y extinguir a la raza blanca, por parte de la ‘‘judería internacional’’. Estos chats, se transformaron con el tiempo en encuentros reales y los debates teóricos dieron pie a una militancia activa para luchar contra el sistema, hasta alcanzar la cumbre de su proceso de radicalización, veinte años después, en el momento en que llegó a considerar la posibilidad de ser parte de atentados terroristas.

¿Cómo se sostiene la permanencia en la burbuja?

Hasta acá abordamos los datos biográficos del caso particular de David en su ingreso a las organizaciones nacionalsocialistas. Pero es necesario sumergirnos en aguas más profundas para poder – o al menos intentar – comprender este fenómeno en una mayor complejidad. David, en el correr del libro, reflexiona sobre algunos mecanismos psíquicos que podrían estar en juego. En torno a ésto, lo primero que podemos decir es que las personas que caen en las redes de un grupo extremista a menudo sufren de algún tipo de carencia emocional o intelectual. La falta de un sostén emocional, de lazos afectivos, de un sentimiento de pertenencia, sumada a la falta de formación y conocimiento generan un terreno fértil, en el que crecen las probabilidades de poseer una tendencia hacia el fanatismo. El discurso de estas organizaciones ofrece aquello que sus adeptos tanto anhelan. Les hablan de unión, de lealtad, de comunidad, de seguridad. A estos sujetos socialmente heridos e inseguros se les brinda la sensación de estar accediendo a una información altamente exclusiva, que los eleva a un lugar de importancia y superioridad con respecto al resto de la población. Frente a un mundo cegado de ignorancia, ellos son los que pudieron abrir los ojos. Mientras que la mayoría se maneja en un estado de engaño permanente, ellos son los privilegiados que pudieron salir de la caverna de Platón. Poco a poco, las personas en vías de radicalización se aíslan y van rompiendo sus lazos con el mundo real. Lo que leen, los medios en que se informan, la música que escuchan, los sitios que frecuentan, las películas que miran, lo que comen, lo que dicen y lo que piensan, todo comienza a estar condicionado ideológicamente. Si algo queda afuera es vivido con culpa, cuando no es captado y reprimido por el círculo.

David plantea tres elementos principales con los cuales se construye una trampa mental en la que ‘‘todo cierra’’ y no hay lugar para la dudas. El primero es el llamado sesgo de confirmación. Éste consiste en juzgar como verdadero, acríticamente, sólo aquello que ratifique nuestras ideas previamente establecidas. Bajo el sesgo de confirmación, no formamos nuestra opiniones en base a una lectura desinteresada de los datos de la realidad, sino que seleccionamos sólo la información que nos ayuda a convalidar nuestras opiniones. Aquellos datos con el potencial de ponernos en aprietos, los desechamos juzgándolos de sospechosos, manipulados o malintencionados. Un ejemplo típico de ésto es el uso de estadísticas. Nadie sabe de dónde salen, quién las financia ni qué tan confiables son. Ahora, si nos sirven para fundamentar nuestras ideas las usamos sin reparos, en cambio, si nos refutan consideramos que seguramente sean falsas o estén amañadas.

El segundo elemento es el victimismo. Este engaño en el que ha caído el mundo entero es elaborado y sostenido por la necesaria existencia de un poderoso enemigo. Sea quién sea, la presencia de un enemigo es fundamental para activar el mecanismo Nosotros/Ellos. Ellos son la causa de todos nuestros males, de nuestras frustraciones, de la impotencia que no nos permite ser lo que en realidad deberíamos ser. Porque claro, no caben dudas de que Nosotros somos los buenos en esta historia. Los discursos basados en una supuesta superioridad moral abundan, sin poder percatarnos de nuestras propias fallas. Las agresiones que se cometen no se perciben como tales ya que están justificadas por una causa superior: evitar la catástrofe. En el caso de los grupos neonazis la catástrofe consiste en la desaparición de la raza blanca. La postulación de un feroz enemigo persecutor hace que la violencia propia sea interpretada como un acto razonable, algo así como una legítima defensa. Por otro lado, la urgencia de la causa genera el impulso para estar dispuestos a ir cada vez más allá, lo cuál no es percibido como un acto de locura sino de heroísmo.  

El tercer elemento es la conspiración. Cabe aclarar que estos elementos no funcionan de manera aislada sino que se retroalimentan y forman un todo impermeable a cualquier virus del exterior. La función por excelencia de la conspiración es la de ser el parche de todo aquello que no termine de cuajar. Una de las expresiones clave para esto, usada hasta el cansancio, es la de: ‘‘el sistema’’. Una palabra que no es nada específica en su contenido y por lo cual, resulta tan flexible y acomodaticia para cualquier situación. Echarle la culpa al sistema funciona como un comodín que salva todo traspié en que el discurso de la burbuja deje ver sus flancos débiles. Es el sistema el que nos ha manipulado, el que orquestó la realidad para que vivamos en un mundo de mentiras. La política, las instituciones, la prensa, la ciencia, el arte, todo fue pervertido por el sistema para engañarnos y someternos. Todo es una conspiración y si no lo podés ver es porque te lavaron la cabeza.

Salida: ¿Cómo tratar con un radicalizado?

David Saavedra transcurrió veinte años en el círculo nacionalsocialista español, aún así, pudo transformarse y salir de la burbuja. Esto no fue fácil, llevó años y mucho dolor. Cuando se pertenece a un círculo extremista, éste se vuelve la vida entera de la persona y salirse implica perderlo todo. Tu novia te deja, tus amigos se alejan, incluso hasta a tu familia, si es que forma parte, se les exige que te dejen de lado. La soledad y el rechazo – cuando no, la violencia física o la humillación pública – parecieran ser un escarmiento lo suficientemente traumático como para que muchos se retracten de su intento de salida. Y si acaso ésto no funcionase lo mismo da, el grupo necesita depurarse de todo elemento que resulte una amenaza interna. Pero, más allá de perder los lazos sociales, de perder los lugares de ocio y hasta el trabajo, si es que éste tuviese alguna relación con el círculo o con algún miembro, lo más importante que se pierde es el sentido de la vida y la identidad. El fanatismo se convierte en la razón por la cual vivir de sus adeptos y en consecuencia, salirse implica dar un paso hacia una profunda depresión. David Saavedra era un ejemplo modelo de fanático ultra convencido de las ideas nacionalsocialistas y no me resulta extraño – modestia aparte – que haya sido un profesor de filosofía quien pudo ser capaz de sembrar la semilla de la duda en él.

Muchas veces lo habían tratado convencer de abandonar su ideología. Ya desde adolescente sus padres intentaron hacerlo ‘‘entrar en razón’’. Le tiraron libros, banderas, pines, camisetas y todo aquello que tuviera que ver con el nazismo. Su padre lo obligó a ver ‘‘La lista de Schindler’’ sin obtener nada más que risas burlonas, basadas en la incredulidad ante aquellas imágenes. Lamentablemente, tanto su familia como sus profesores dejaron pasar demasiado tiempo. Cuando quisieron intervenir en su ayuda, David ya se encontraba en un estadío avanzado de su radicalización, por lo que fueron inútiles sus esfuerzos. A su vez, un entorno no preparado para hacer frente a esta situación puede resultar perjudicial. Ante el miedo que les causó la sensación de estar perdiéndolo, reaccionaron con manotazos de ahogado poco efectivos. Por un lado, la prohibición y por otro, tratar de generarle un impacto negativo describiendo una versión desdibujada del nazismo. No podemos culparlos, son los mismos reflejos que tiene la sociedad y los gobiernos para tratar cualquier tema complicado. Es que sentimos tanto rechazo ante estas ideas que no somos capaces de sentarnos y escuchar lo que estas personas tienen para decir. El miedo, la repugnancia y la ira nos domina en ese momento. ¿Cómo es que no piensan lo que nosotros pensamos? ¿Cómo es que no ven la realidad? Sentimos el impulso de insultarlos, abofetearlos y expulsarlos fuera de nuestra vista. No sé qué les parece a ustedes, pero a mí me suena una reacción bastante cercana al sesgo de confirmación. Obviamente que no quiero decir que los radicalizados (y en especial los nacionalsocialistas) tengan razón, ni estoy defendiendo sus argumentos, ni absolutamente nada que se acerque a eso. Lo que digo es que nosotros tampoco somos capaces de hablar con alguien que piensa diferente a nosotros. Por supuesto, que en otra escala y con consecuencias menos dañinas para nosotros y para los demás, pero en algún punto, percibo que sufrimos sus mismo males en una proporción considerablemente menor. El punto al que quiero llegar es que, si es que queremos ayudarlos, necesitamos ser nosotros mismos, en primer lugar, los que rompan con el sesgo para poder, al menos, entablar una conversación.

La política y la sociedad en general activan defensas poco desarrolladas contra el extremismo de derecha. Casi todas las estrategias consisten en la censura y en la represión. Ésto, tal vez, pueda ser una estrategia efectiva con vistas a evitar la expansión de estas ideologías, concentrándolas en un punto pequeño pero intenso. Así como sucede con las drogas, seguramente buena parte de la población se mantenga alejada gracias a la prohibición. Sin embargo, es necesario apuntar sus falencias. Para empezar, a las personas socialmente disfuncionales, que tienen desde ya problemas congeniando con el mundo y sus reglas, lo prohibido les resulta especialmente atractivo. David Saavedra destaca una y otra vez lo estimulante que resulta la prohibición y la clandestinidad en alguien que está comenzando sus primeros pasos hacia la radicalización. En el caso de las personas que se encuentran ya radicalizadas, la proscripción sólo sirve para nutrir la sensación de ser víctimas de un sistema que los oprime. La torpeza de sus opositores aumenta exponencialmente cuando caracterizan a los grupos extremistas de un modo caricaturesco, cuando hacen análisis con doble vara  o cuando directamente acuden lisa y llanamente a la mentira. En estos casos, como en muchos otros, las buenas intenciones no alcanzan si son acompañadas de una total estupidez. Estos mediocres recursos sólo empeoran las cosas. Todo esto, lejos de funcionar como un impulso de salida del extremismo, es vivido como una reconfirmación de sus ideas, ya que es un reflejo instalado en un radicalizado, razonar que ‘‘si mienten con algo tan insignificante (…) cómo lo harán sobre cosas serias de verdad’’ (Saavedra, 2021: 315).

También en la salida de David tuvo su importancia un acto del azar. Un día, como cualquier otro, hablando con gente random en una sala de chat, intercambia mensajes con alguien fuera de su círculo ideológico. David tenía la vocación de profetizar el nacionalsocialismo con el fin de liberar nuevas mentes, por lo cual decidió entablar un vínculo. Este sujeto, llamado Miguel, lejos de horrorizarse e insultarlo (como solía suceder), mantuvo una actitud cordial y se mostró interesado en la conversación. Ese día comenzó una amistad que mantendrían por años. Miguel era un profesor de filosofía, que no coincidía ni un ápice con la ideología nazi, pero que sin embargo asumió el desafío de ayudar a David. De más está decir que su estrategia no consistió en agresiones sino todo lo contrario. Miguel se esforzaba por comprender sus razonamientos, leía la bibliografía que David le recomendaba y luego la discutían. En las salas de chat y también en persona pasaron horas y horas debatiendo. Soportando la soberbia de David, típica en todo radicalizado que cree haber visto la verdad, lo escuchaba sin caer en ninguna tentación discursiva. También se mantenía firme frente a sus reacciones llenas de ira cuando ponía de manifiesto sus errores. Por muchos años las conversaciones concluyeron abruptamente, tras la sentencia por parte de David, de que Miguel no podía ver la realidad por tener la cabeza lavada.

Miguel era una persona con una sólida formación académica y en particular, era un experto en marxismo. A pesar de esto, nunca recurrió a enrostrarle sus títulos sino que complementó sus conocimientos con una actitud serena y con una gran tenacidad para poder ir, de a poco, sembrándole algunas dudas. Las intervenciones de Miguel no consistían en ir al choque con sus argumentos ni en dar grandes discursos. Por el contrario, dejaba hablar y escuchaba. Permitía que David se sintiera cómodo conversando y finalmente, lanzaba algún razonamiento mordaz muy difícil de rebatir. Luego de ésto, seguía escuchando y así. La prisa no es, en estos casos, una buena aliada.

Después de varios años de conocerse, Miguel decide dar un paso audaz al regalarle un libro sobre divulgación económica. Este libro pobló la mente de David de conceptos que, por un lado, le posibilitaron pensar los procesos de crisis económicas de un modo más complejo y, lo más importante de todo, le permitieron darse cuenta de lo poco y nada que sabía del tema. David advierte su ignorancia con estupor, él mismo se había dedicado a dar charlas sobre ‘‘la economía del sistema’’, basado en numerosos libros en los que la explicación de las crisis consistía en echarles la culpa empresarios judíos. Explicación, que frente a toda esta nueva información, debió sonar algo tonta.

Tiempo después, un segundo regalo, más temerario aún, consistió en una introducción a El Capital de Karl Marx. Y algo similar volvió a suceder. La cosa es que, todo lo que David creía saber sobre el marxismo (y aclaremos que se consideraba un experto) era falso. Años de lectura, charlas y debates sobre los peligros del marxismo, se redujeron ante sus ojos, en la burda construcción de una monumental falacia del espantapájaro. Aquello que los nacionalsocialistas atacaban con tanto tesón simplemente no existía. Casi ninguno de sus camaradas había ido a la fuente y quienes sí se habían tomado ese trabajo, no lo hicieron con los oídos realmente abiertos, con la intención sincera de conocer, sino que ya modelados ideológicamente sólo fueron en busca de la confirmación de sus prejuicios. Finalmente David lee El Capital – considero que con este acto termina de concretar un incipiente reencuentro con la realidad –  e inaugura formalmente un doloroso proceso de salida del extremismo.

Es inevitable, para mí, que no venga a mi mente la figura de Sócrates mientras leo sobre este extraordinario profesor de filosofía, Miguel. Y es que, finalmente, la soga que logra sacar a David del extremismo viene de la mano de una aporía, elemento fundamental de los primeros diálogos socráticos de Platón. Una aporía es un estado de confusión, de mareo y desazón ante la imposibilidad de dar respuesta a algo que se daba por supuesto, es la perplejidad que nos genera darnos cuenta de que en verdad, no sabemos lo que creíamos que sabíamos. El sacudón, que vuelve a conectar a David con la realidad, no se da por aprender qué es el marxismo, sino por haberse dado cuenta de que aquello que consideraba una verdad absoluta era sólo un prejuicio. En otras palabras, se encontró cara a cara con su dogmatismo y con el de sus camaradas, quienes reaccionaron de manera violenta frente a sus nuevos interrogantes. Ser dogmático es algo que nos puede pasar a todas las personas pero en el caso de un extremista sucede, justamente, de manera extrema. ¿Pero por qué creemos saber lo que no sabemos? Porque nos falta pensamiento, nos falta reflexión. La duda es una de las formas del pensamiento y es la clave para poder tener autocrítica. Cuando en filosofía se hace referencia a la duda, no se habla de la mera curiosidad sino de tomarle examen a nuestras ideas, ponerlas en aprietos y exigirles que sobrepasen favorablemente la inspección. Para una persona radicalizada, la duda es percibida como una muestra de debilidad y en una burbuja quién duda es visto como un posible intruso. Así lo vivió David, pero una vez que ‘‘le cayó la ficha’’ de que algo en que creía ciegamente (y que es piedra angular de la ideología nazi) era solo un fantasma que se había hecho en su cabeza, a esta explosión mental le siguió, inevitablemente, una onda expansiva que fue mucho más allá y derribó todo un edificio de certezas. Cuestionar sus preconceptos y a sus autoridades intelectuales, que hasta ese momento confiaba devotamente, resultó ser la principal herramienta para salir del dogmatismo en el que se encontraba cautivo. A fin de cuentas, dudar, por más mala prensa que tenga, es una potente arma de liberación.

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