No me olvides

Los gatos no maullaron esa noche, ni la siguiente. Los sabuesos de la negrura, no obstante,
aullaron toda la madrugada. Quizás, al igual él, sintieran el último aliento de la mujer que amaba. Su cadáver aún conservaba la belleza inefable de antaño. Esa delicadeza estratosférica que podía hipnotizar hasta a los demonios más viciosos.
Su cabello largo, cual manto que la cubría estaba repleto de unas flores de un celeste pálido, casi lila. “No me olvides” se llamaban.
Dentro de un féretro la occisa conservaba esa vitalidad que alguna vez había tenido en vida.
Su piel aún parecía brillar y sus mejillas sonrosadas lo hubieran enamorado de nuevo.
Mas está visión tan repleta de vida, era una simple bernardina que sus ojos cristalinos le habían hecho creer con tal de no desfallecer. El poeta, la había visto como la primera vez que se conocieron.
Lo único que realmente estaba frente a sus ojos en ese cadáver, eran las flores. Éstas no eran más que un grito desesperado por parte de la occisa. Eran un reflejo de sus últimas palabras, aquellas que no llegó a terminar de formular y que crearon una intriga en él.
¿Qué le había querido decir? Lo único en lo que podía pensar era en el nombre de esas flores de cielo.
Todos se habían ido ya, no quedaba nadie a su lado tras haberla enterrado. La tierra ahora la sepultaba y no la vería en persona nunca más.
Ahora viviría en sus recuerdos, en sus memorias tortuosas. La vería bailando en su vestido
rosado, tan pomposo y extravagante en aquel salón de baile iluminado por candelabros.
Lloraba y sus lágrimas se confundían con el rocío que caía sobre el césped. Él era el único que aún seguía visitando su tumba. ¿Por qué lo hacía? Si ya no tenía sentido ¡Debería dejar de hacerlo! ¡Debería dejar de pensar en ella! ¿Por qué no podía?
No había podido escribir desde su deceso. Sus odas y sonetos yacían olvidados y desperdiciados por su casa. No tenía sentido recogerlos, pues no habría quien los leyese. No había tampoco quién inspirase nuevos, pues su musa, su única inspiración yacía muerta y enterrada en un cajón. Se lamentaba día y noche, incluso aunque hubieran pasado años ya. Se lo notaba delgado y enfermizo. Creían que portaba alguna peste y quizás lo hacía, pero no le importaba.
Antes alababa al sol y a las estrellas, ahora le rezaba a la muerte y a las flores secas. Sin
embargo, una madrugada que aún se encontraba despierto y en su biblioteca, leyendo algunas de las églogas de su colega predilecto, encontró aquel impulso que necesitaba para volver a escribir. Esa composición pertenecía a Garcilaso de la Vega y consistía en los lamentos de dos pastores, uno, padeciendo la muerte de su amada Elisa.
Sin embargo, por más que escribiera, derrochando versos cada uno más bello que el anterior, nada podía compararse a la presencia de su musa. Ningún elogio era comparable a lo inefable de su hermosura, ninguna rima era tan sonora ni diáfana como su voz y ningún verso era tan funesto como su muerte.
Acabó por preguntarse entonces por qué escribía en primer lugar. ¿Era para honrar a los
muertos? ¿Era para alabar a los vivos? ¿Era por él? ¿Era por los otros? ¿Por la naturaleza? ¿Por Dios? ¿A quién le ofrecería sus poemas ahora que ella ya no estaba?
Ya sabía la respuesta. No escribía para nadie de los anteriores. Escribía para la muerte, para que ella le diera más tiempo de vida. Sus escritos eran una ofrenda y se los llevaría a ellos en lugar de a él. Por eso se la había llevado, porque se había enamorado de una humana y no de ella, la parca.
Lloró una vez más maldiciéndose, pero no paró de escribir. Creía que si escribía la elegía
perfecta, ella le devolvería a su amada Aurora.
Ella, tan blanca y clara como indicaba su nombre, aquella portadora de luz que el mismo Luzbel envidiaría yacía en sus sueños y fantasías. Era un espectro que lo asolaría y que viviría por siempre en esa elegía.
Escribió las palabras más eufónicas que pudo pensar. Su mano se movía poseída por la
inspiración de las musas de Apolo. Se movía con la destreza con que Aurora bailaba en su
vestido rosado.
Finalmente la acabó. Colocó el punto final y al levantar la mirada, una sombra frente a él halló. No veía su rostro, pero solo por su silueta la reconoció. Sonrió, su amada había regresado y aunque diferente y siendo él incapaz de ver su rostro una vez más, volvió a enamorarse. En su cabello llevaba entrelazados “No me olvides”
Pero una furia espectral lo asoló al verlas.
-¿¡Cómo te atreves a llevar esas flores!?- gritó- Yo nunca te he olvidado. Incluso mi casa de
flores he llenado. -dijo, arrojándole a la sombra un ramo de esas flores que tenía en su escritorio. – ¿Crees que te he olvidado? Has vivido en mí cada segundo, en cada minuto, en cada palabra, en cada suspiro, en cada silencio. Siempre has vivido en mí y en mis versos. ¿Y aun así tienes el descaro de pedirme que no te olvide?… Aurora, te amo -balbuceó él ahogándose en lágrimas y saliva.

La sombra le acarició el rostro del poeta y susurró en su oído con voz dulce: -No le escribas a la muerte, escríbeme a mí. Esas habían sido las últimas palabras que jamás había podido escuchar hasta ahora. La sombra entonces desapareció en un parpadeo, pero las flores de su cabello cayeron al suelo. Al final, todo era como al principio. Estaba él y las “No me olvides” y ella ya no estaba.


La locura de Cupido


Cupido era un monstruo, todos lo sabían.
A los jóvenes elegidos perseguía, aquellos que tenían destinado enloquecer de amor, aquellos que acabarían arrancándose las pestañas y las uñas por la locura.
Todos los jóvenes temían desde pequeños el día de la caza, cuando pétalos caerían del cielo y
las libélulas saldrían de sus cuevas.
Esa noche, cuando todos estuvieran encerrados en sus casas, alguno de ellos acabaría por ser flechado por el monstruo.
Aquella vez cuando las cartas adivinatorias fueron arrojadas en la mesa adornada con un
mantel de seda violeta con detalles grabados en oro tres cartas cayeron del mazo cuando la
pitonisa barajaba con sus manos de anciana. Empero no por falta de práctica o vejez, sino
porque el destino del pequeño de cabellos negros y enrulados que estaba sentado frente a ella en el regazo de su madre era tan claro que no las cartas no podían no hablar. No podían dejar
de gritar.
Tres cartas, la luna, el diablo y el dos de copas.
La pitonisa levantó entonces la mirada de la mesa y la dirigió hacia la temerosa e impaciente
madre que resguardaba con temor al niño.
-¿Qué dice, señora? ¿Que le auguran las cartas a mi pequeño?
La mujer ni siquiera se molestó en responder, simplemente negó con la cabeza.
-¡Vuelva a tirarlas! ¡No puede ser!
La pitonisa asintió, incluso si sabía que nada habría de resultar. Las cartas su himno habían
cantado, el destino del niño habían dibujado y no habrían de borrarlo.
Una vez más, la luna, el diablo y el dos de copas salieron.
El destino de ese niño estaba escrito en piedra, el monstruo lo había reclamado para sí.
Esa noche, toda la familia lloró desesperadamente, mientras Amadeus, el pequeño niño no
entendía que sucedía. Toda su vida había escuchado hablar de Cupido, el dios monstruoso
que enloquecía a los jóvenes, pero no entendía qué significaba el haber sido elegido por él.
Durante las horas de penumbra cuando en el pueblo las estrellas decoraban el cielo y esa vez, las libélulas volaban por el cielo libremente, vio entonces desde el cielo pétalos caer.
Con ese bello paisaje que vió se durmió y a la mañana siguiente, al caminar con sus pequeños pies por la tierra y el lodo, oyó hablar a las mujeres de la aldea.
-El joven Caesar ha sido flechado ayer por la noche. Dicen que lo tienen atado a su cama con
tres cuerdas y cadenas.
-Escuché que repite el nombre de la señorita Lilian una y otra vez. ¿Qué harán sus padres?
¿La entregarán a él o la obligarán a renunciar a su amor?
-El primer amor siempre es el más doloroso y el más hermoso. Siempre y cuando Cupido no
intervenga. Nadie quiere casarse con un loco.
Nadie podía evitarlo, nadie podía escapar de él, de ese amor tan duro y tan horrible pero
también tan precioso.
Noches de insomnio sin final, noches con fe y amaneceres soñadores eran el alimento de los enamorados.
Noches sin un final, rogando al cielo como costumbre y a los dioses por cumplir ese anhelo,
ese deseo tan puro e impuro a la vez.
Pidiendo que donde sea que esté, el otro oiga sus rezos, sus palabras de poesía y sus
confesiones.
Amadeus pestañó un par de veces al escuchar eso.
¿Tenía un destino ya escrito? Eso había escuchado decir a aquella mujer a la que todos
llamaban pitonisa.
¡Qué sencillo! Pensó. No tenía que decidir, no podía equivocarse siquiera, si el destino tenía
elegido ya, solamente debía dejarse llevar.
Sonrío entonces, acercándose a esas mujeres.
-¿Quién es Cupido?- preguntó inocentemente.
Las mujeres ahogaron un grito al verlo e ignorandolo completamente hablaron entre ellas:
-¿Este no es el niño?
-Amadeus Ricci… es él.-Susurró ella casi sin aire mientras se llevaba una mano al pecho.
Inmediatamente se voltearon y se marcharon sin responder a su pregunta.
La voz de había corrido, que él era el nuevo elegido.
El próximo esclavo de Cupido.
Esa noche ni la siguiente durmió, no con temor de llegar a sus diecisiete años, cuando Cupido lo visitaría, sino con fascinación, mientras recorría con sus dedos los dibujos del dios que estaban pintados en el libro que había robado de la biblioteca.
Incluso cuando soñaba con él no tenía miedo, no tenía más que fascinación y emoción.
Eso no cambió con los años, pues contaba cada día que pasaba y se encontraba más cerca de
su decimoséptimo cumpleaños.
Fue aquél día, un cuatro de abril, cuando cumplió diecisiete años. El mismo día, habría
cumplido años Caesar, aquel joven cuya familia asesinó por piedad.
Este se había vuelto completamente insano, balbuceando únicamente el nombre de su amada Lilian. Esa escena se repitió día tras día, hasta que la joven lo rechazó y se casó con alguien más.
Desesperado, Caesar comenzó a arrancarse las pestañas, las uñas y con la sangre que caía de sus mordidas a pintarse la cara hasta parecerse a una rosa carmesí.
Aun así, conociendo el destino que le esperaba y oyendo a su madre y a su padre quienes
lloraban, aquella noche de luna, cuando se suponía que enloquecería de amor por una joven, salió en medio de la velada de su cuarto.
Caminó por el campo con una lámpara, deseando ver el rostro del dios que lo enloquecería e
ignorando las estrellas que su camino en el cielo seguían.
Buscaba desesperado las libélulas y aguardaba sin paciencia que los pétalos de rosa cayeran
del cielo nocturno.
Fue entonces, cuando se recostó en el suelo húmedo a esperar y el rocío lo bañó, que todo
comenzó.
Uno a uno, los rojos comenzaron a caer, decorando el campo negro de borgoña. Parecían
gotas de vino que los dioses derramaban ebrios.
Las libélulas salieron de sus cuevas y se paseaban frente a sus ojos con completa libertad.
Se puso de pie sin pensarlo y aguardó.
Fue entonces que detrás de él una voz oyó.
-La locura del amor entenderás hasta que ya no puedas más. Serás mí esclavo y me adorarás, serás mí esclavo y no harás más que amar.
Se dio vuelta sin pensarlo y la luz un rostro pálido con cabellos rubios que caían sobre él se
encontró. Sus ojos eran claros como los rayos en la tormenta y sus labios húmedos como las
gotas de lluvia.
-Dios mío, yo ya estoy loco de amor, yo ya soy esclavo de usted y no huiré. Lo amo a usted
en verdad y no lo pienso negar.
Sin esperar a que el dios respondiera, robó una de las flechas de su carcaj y se la clavó en su
propio pecho.
-Lo amo, mí señor y espero que usted entienda eso. Lo he amado desde que he escuchado de
usted y quiero que me ame también.
Lágrimas caían de los ojos del dios, quien no había escuchado eso desde hacía muchos años.
Sin pensarlo lo abrazó y lo besó y sus secretos se convirtieron en los de él, y su pasión se
convirtió en las del dios. Se hicieron uno y enloquecieron juntos.


Renata Matkovic Canevaro nació en 2005 en Buenos Aires, Argentina. En 2022
fue finalista en la región patagónica del concurso del banco Itaú; en 2023 ganó el segundo
lugar del concurso literario “Sexualizarte” de la Asociación Argentina de Salud Mental y en
2024 fue incluida en las antologías «Ríos cuando pienso», “Historias de café II” y
“ALBRICIAS:Toda la luz que no podemos ver”. Sus cuentos “Las flores de la señora Matilde” y algunos de sus poemas fueron incluidos en las revistas “Writer avenue” y “Kametsa”

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