(a):
La veo. Prepara sus cosas. Estira una toalla de manos sobre un cajón de tomates al revés. La toalla cubre toda la superficie y acumula sol mientras ella se quita los excesos de pelo entre las cejas. Con la pinza se equivoca más de una vez y saca pedacitos de su piel arrugada. Termina y se quita los zapatos, desnuda sus pies, se desviste y solo queda con su sostén de polar y un calzón. La veo pararse sobre el cajón y agitar su campanita, la escucho gritar como si cantara, con cuidado y melodía. La gente no la mira por completo. Son pocos los ojos que, como los míos, se estacionan en su cuerpo y la palpan y se inflaman en sentidos por solo verla y saber que ella es ella y que ahora ya no lo está siendo, no es quién es.
(c):
Mirarla es amarrársela a los iris y deducir que en su carne exhibicionista hay algo diferente. Tal vez Marilú sabía eso: que en la desnudez hay algo más que la desnudez. Por eso la Marilú hizo que todo valiera, por eso la Marilú rompió las reglas e inició el combate de las ofertas. Fue quizás un viernes o un domingo cuando lo supe. La gente comenzó a llegar a la feria y la Mamá Vero fue a visitarme. Me pidió un piso de plástico y desocupamos un rinconcito de mi mesa. El agua no había hervido hace mucho y nuestras bolsas de té hacían negro el interior de nuestras tazas cuando me lo dijo. La Marilú hijademilputas que hacía cosas que no debían hacerse, que no entendía las cosas como debía entenderse. La primera vez fue la copucha con rabia de gata mojada en la lengua de la Mamá Vero, pero después eso también cambió. Después llegó la Bertita, después el viejo de los tornillos, pero no importaba. La Marilú hacía lo malo y esa era su nueva rutina, la gravedad de su historia.
(b):
Los vecinos nos cuidamos, esa era la gravedad. Siempre hemos estado así, pero solo al dejar de estarlo me di cuenta. Fue desde un comienzo que la Marilú dañó todo. Fue desde ese primer día en el que llegó con los huevos. Sus bandejas justo en el puesto de mi costado. Dos vecinas vendiendo exactamente lo mismo, Marilú. Eso no puede ser, le dije. Yo vendía huevos, yo llegaba temprano, yo calentaba mis manos con el bracero. Marilú vendía ropa, Marilú llegaba tarde, cuando el sol alumbraba la calle y ella podía tirar sus sacos de ropa aplastada sobre un mantel de hule en el suelo. Era la Marilú la que debía regatear los precios con los clientes porque ni siquiera sabía el valor de las prendas que ella misma vendía, y se ponía de mal humor cuando alguien le pedía alguna oferta, le exigía rebajas por las manchas en la ropa y el olor a ratón descompuesto perfumando los polerones de su hijo muerto.
Fue tal vez el regateo, fue tal vez su constante envidia de zorro ladrón. Tal vez fue por eso. Llegó con los huevos ese día y quiso mis clientes, mis compradores. Miro mis precios y los hizo suyos, ofreció sus huevos como si fueran los míos, vendiéndolos al mismo costo, pero no ganaba, nadie le compraba y por eso comenzó con las ofertas, la guerrilla y los gritos alargados cruzando toda la feria. Yo también combatí y bajé mis precios, pero entonces la Marilú hacía más generosas sus rebajas y yo no podía, no podía pedirles a mis gallinitas que cagaran más rápido, que vomitaran de sus culos huevos más grandes, que se hicieran avestruces, que tuvieran una diarrea de oro. No podía ganar nada de plata si seguía la pelea. Entonces desistí, cambié. Comencé a vender mi ropa hasta que tuve que tejer prendas que no tenía y aun eso no bastaba. Tuve que aprender a lavar mis poleras menos veces, tuve que aprender a quedarme con lo puesto y con la plata que ganaba volver a comprar ropa para poder venderla. La gravedad se quebraba y no había juez; en este juego de gritar y ofrecer, de comprar y vender para lograr un intercambio, yo esperaba, tal vez, un árbitro inexistente.
(a):
Al mirarla, y ver su cuerpo sin ropa, puedo interpretarla. Sus dientes cariados cada vez que grita para ofrecer le dan volumen a su cara y se distancia de los otros rostros planos que van y vienen de un puesto a otro para comprar, solo oscilándoles las pupilas. Rostros secos y estáticos como piezas de un ajedrez que se instala en la feria y hace de cada puesto y toldo una casilla por la cual moverse estratégicamente. Al verla sola con su campana pienso en la Marilú y cómo no le bastó con los huevos. Después también vendió ropa, después también ofrecía sus tejidos: nuevamente, las ofertas y el combate ingrávido.
(b):
Tal vez matar a la Marilú, tal vez buscar la anhelada violencia que preludia a la libertad y justicia. Pero no, no logro hacer de violencia estos brazos viejos y pienso y busco qué hacer, qué cambiar, qué vender. Me lamo los dientes hasta casi disolverlos con la esperanza de que alguna idea útil aflore en mi cabeza. Entonces los rostros planos comienzan a cruzarse para que pueda observar con quietud y de una chispa se hace un incendio en mi cabeza. Una gran idea.
(c):
Veo cómo sus ojos se achinan por el sol y los compradores aún no la ven cómo deberían. Quizás el sostén de polar, piensa. Eso lo arruinaba todo. Entonces se lo saca y, como si fuera una carnada, se forma un cardumen de personas que comienza a verla y a reunirse a su alrededor. Sus pechos latigudos se balancean cada vez que vuelve a gritar para que toda la feria lo supiera, pero la gente comienza a exigirle más. Un coro. Los ojos no audibles le piden que haga algo más. Piensa entonces en probar la calidad, piensa en tajearse y mostrar que lo bueno resiste heridas, que ella podía ser una herida gigante, ella solita podía serlo si querían. Piensa en sacarse toda la ropa y mostrar el gran tajo entre sus piernas, en las arrugas que le cortan la piel, en los hoyos que tenía en cada costado de su cabeza: sus orejas. Ella entera como una costra, piensa. Pero se detiene. Una mano comienza a buscar en sus bolsillos para atender a sus gritos, una mano saca de su pantalón lo que ella buscaba: el intercambio.
(b):
Los segundos se suceden unos a los otros, pero no importa. Me voy a pasear por entre los puestos y diagnostico qué puede o no funcionarme, cómo lograrlo. Compro unas pinzas, pienso en perfilarme las cejas. Compro una toalla de manos y un cajón de tomates resistente. Tomo una toalla pequeña en mis manos y pienso en mis dientes con caries, pienso en el volumen que le dan a mi rostro cuando grito. Ofrezco. Cómo se verán cuando ofrezca lo que nadie más podría ofrecer, cómo se verá la Marilú cuando ni las ofertas la puedan ayudar. Vender, intercambiar, ganar.
Benjamín Contreras López es estudiante de Pedagogía en Lenguaje y Comunicación en la Universidad de O’Higgins. Ha participado como ayudante en cursos relacionados con la literatura y la escritura, además de formar parte de diversos proyectos vinculados a la investigación y la formación docente. En 2025 obtuvo el primer lugar del Certamen de Poesía de la UOH en la categoría estudiante. Ese mismo año, su cuento “Este orden” y su poema “Bisturí” fueron publicados en Humus, revista literaria mexicana de circulación digital, en el número piloto de la publicación.
Ha sido ponencista en distintas instancias jornadas, encuentros y congresos dentro y fuera de la UOH, abordando tópicos vinculados con la educación, la lingüística y la literatura. También participó en la primera pasantía organizada por el CUECH dedicada a las Artes Emergentes y la Educación Artística (2025). Sus intereses se centran en la literatura chilena y latinoamericana contemporánea, las representaciones de la migración y las posibilidades de reconfiguración cultural en las ferias libres por medio de la literatura. Actualmente integra el comité editorial de Hacia el Sur, revista cultural de la Universidad de O’Higgins.

