En la selva, en los ríos, en la tierra.

Muchos siglos atrás, antes que Urquiza gobernara con puño de hierro; que los españoles, polacos e italianos arribaran en busca de una mejor vida, existió en esta tierra un gran lago. Era una de las tantas rarezas terrestres que solo los geólogos, a través de la ciencia, pueden explicar y justificar su existencia. Tan monumental era el cuerpo celeste que abarcó miles de kilómetros; en sus entrañas habitaron sin fin de bestias y criaturas, y sus olas, enormes como montañas, al chocar hacían temblar el suelo. Por caprichos de la naturaleza, llegó un día en que el lago comenzó a secarse hasta desaparecer; la tierra que dejó a su aso estaba desnuda, pero pronto, en el devenir de décadas y centenas, de ella florecieron variedad de árboles y arbustos que sirvieron de alimento y cobijo para gran número de animales e insectos. El suelo, fértil, recibe hasta nuestros días agua de dos ríos que corren por sus márgenes.

 Un día, provenientes del norte, llegaron tribus que encontraron en esa tierra un hogar; no conocían la vergüenza de la desnudez como tampoco la violencia entre iguales. Se esparcieron y asentaron por toda la vasta región. Construyeron sus chozas con la tierra colorada y el pasto seco que muere en verano. Desmedida fue la alegría de este pueblo cuando conocieron la riqueza que albergaba el lugar: pescaron paties y surubíes, cazaron capibaras y yacarés; jamás habían podido llenar sus estómagos con tanta comida. Con el tiempo, también aprendieron a cultivar y aprovechar la arcilla para crear ollas y vasijas. En retribución por todo lo que disfrutaban de la naturaleza, levantaron altares, donde realizaron rituales, bailes y sacrificios; no existía en el lugar una especie tan llamativa como ellos. 

Transcurrido cierto tiempo, las tribus comenzaron a tomar de la naturaleza más de lo que necesitaban. Llenos de vicio, los nativos comían hasta saciar su gula; para calentar sus hogares, talaban sin mesura árboles de ñandubay, petiribi y anacahuita.      Algo dormía en lo profundo de la selva y ese algo despertó y sintió curiosidad por aquellos seres. Los observó sumergido en los arroyos, lagunas y ríos, trepado en las copas de los árboles, entre los basaltos que sobresalen en algunas partes. No conforme, continuo observándolos en la noche, descendía de los cerros y, oculto entre la maleza, miro a los nativos que, reunidos en torno al fogón, danzaban y bailaban. Él, inmerso en la sombra, los espiaba con la confianza de no ser visto; sus ojos amarillos se mimetizaban con el brillo de las luciérnagas. Durante mucho tiempo observó a las tribus que poblaban sus dominios, conocía los excesos y abusos que acometían contra la naturaleza del lugar, entonces, por primera vez desde que existía, sintió ira y deseos de venganza. No existe algo que él no sepa; todas las criaturas responden a él y ellas le dicen todo lo que ven y escuchan. Cuando un nativo cazaba de manera indiscriminada, las tacuaritas volaban en dirección a la morada de su amo y con su canto le narraban lo ocurrido. Como castigo, enviaba yararás a que mordieran al cazador mientras dormía. Los cururus, hartos ya de ser pisados y pateados por los niños revoltosos de las tribus, claman justicia a su señor. Él canta como urutaú o grita como un aguara guazú para captar la curiosidad de los niños y así alejarlos del cuidado de sus madres. Los infantes, inocentes, entran en la selva para no volver jamás. Padres y madres, entre lágrimas, llaman a sus hijos, él, que posee la habilidad de estar en varios lugares a la vez, responde simulando las voces de los hijos muertos para alimentar falsas esperanzas en los padres.

De esta manera, los primeros humanos aprendieron a temerle y respetarle, cesaron de bailar y cantar, nació la discordia entre las tribus; algunas adoptaron el nomadismo para evitar permanecer en un mismo lugar y correr el riesgo que él los encuentre. Además, estos hombres y mujeres primitivos aprendieron a rendirle culto, realizaban ofrendas de miel y tabaco y, si acaso no le gustaba o, peor aún, no entregaban nada, en venganza, pudría la comida que almacenaban en las vasijas, enviaba loros y langostas a roer las cosechas y, para más diversión, mediante alucinaciones, torturaba a los ancianos hasta volverlos locos. Fueron los chamanes que, mediante brebajes que conectan con el mundo inmaterial, aportaron a las comunidades información sobre la fuerza que los acechaba: entre las cosas que contaron, dijeron que aquello no siempre tuvo el aspecto por el que hoy es conocido; antes vivía retorciéndose en constante deformidad, transformando su cuerpo en una u otra criatura. 

Ama las ofrendas, pero mayor debilidad siente hacia las mujeres; sobre todo por las embarazadas. Transformado en viento, levitaba hasta donde ellas dormían para alterar sus sueños y provocar falsos deseos. Cuando el lívido, producto del engaño, era ya incontenible, ellas, inconscientes, lo llamaban y él, hambriento de carne, introducía su falo en ellas, uniéndose en actos carnales, grotescos y convulsos. Si la fémina con quien lo hacía tenía un niño en su interior, él infectaba el útero con su semilla; de este acto profano nacían seres horrendos, cuyo aspecto poco compartía con el de un humano. La mayoría de estos engendros morían a los pocos segundos de llegar a este mundo, pero otros sobrevivían y, dueños de una sorprendente habilidad, corrían, ante los atónitos parteros, adentrándose en los matorrales para llegar a los dominios de su progenitor. Este los recibía; si el vástago era de su agrado, lo aceptaba en su morada; en caso contrario, lo devoraba.

Los días de tormenta, comunes durante los cambios de estación, él se divierte corriendo de un lado al otro. A pesar de todas las diversiones que disfrutaba, él siente la angustia de la soledad; por tal motivo, un día lanzó un aullido que atravesó por lo alto y por lo bajo toda la región para llamar a sus hermanos. Ellos vinieron; algunos nadaron, otros volaron o caminaron con sus múltiples pies, y él les habló de las maravillas de sus dominios y de los pobres infelices que en él vivían. Los hermanos de la bestia, con malicias y engaños de su propia creación, también doblegaron el espíritu de los nativos.

Con la llegada de unos pálidos hombres, provenientes de un antiguo continente, los nativos fueron sometidos, algunos de buena voluntad y otros por la espada y el mosquete. Trabajaron para los extranjeros en los yerbatales, como sirvientes en las fincas o soldados en sus ejércitos. Los misioneros, que a su forma sentían amor por los nativos, les enseñaron los pecados y por primera vez sintieron vergüenza de su desnudez. Abandonaron su cultura, pasaron a vestirse y a hablar la lengua de los foráneos, olvidaron sus ritos y dioses, excepto aquello que aún sigue entre los árboles, en los ríos, cuya risa resuena al pasar el viento.

Puede que también te guste...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *