El calor era sofocante, un calor de verano, aplastante, insoportable. Con Manu nos refugiamos en el patio con unas cervezas y luego decidimos dar un paseo por el parque con las dos perras: Martina y Prexes. Encontramos un lugar agradable bajo la sombra, pero Marti no tardó en inquietarse: ladraba, se movía sin parar, tironeando la correa. El parque estaba abarrotado. La tomé y me puse a caminar con ella para calmarla. De paso, aproveché de orinar cerca de Baquedano antes de regresar. En el centro del parque, la multitud se agolpaba alrededor de un escenario donde algunos comediantes hacían stand-up.
Una vez fui al parque a ver stand-up. A P. le gustaba mucho hacer ese tipo de cosas juntos. Solo pude acompañarla una vez porque trabajaba los domingos. Ahora ya no, cambié ese turno por los martes, aprovechando las vacaciones de la escuela. A veces pienso que me habría gustado venir más seguido con ella. Creo que esas cosas eran importantes para P. Hay muchas cosas de las que me arrepiento. A veces me pesa haberla conocido. Otras veces, en cambio, me siento agradecido de que haya estado en mi vida.
Marti tiró de la correa, ansiosa por volver al parque y reencontrarse con Manu. Al acercarme, a un costado, sentada bajo la sombra sobre el pasto, noté a una amiga de P. Apenas giré la cabeza, ahí estaba ella. Me miró con una sonrisa que parecía incómoda, lejos de transmitir alegría o simpatía. Fue un gesto breve, casi forzado. Desvié la mirada rápidamente y me fijé en el chico que estaba junto a ella, pegado a su brazo, absorto mirando hacia el escenario.
Esa fue la imagen que necesitaba para entender que P. ya no estaba conmigo, que no me amaba. Yo seguía queriéndola, pero P. quería al chico, y probablemente el chico amaba a otra persona. Es triste, pero así funciona el amor, siempre desacompasado. A P. le bastaron dos semanas para superar lo nuestro, mientras yo, seguramente, nunca lo haré.
Al día siguiente, me levanté como pude y decidí gastar todo el dinero que me quedaba, aunque no era mucho. Fui a una tienda y compré un pantalón negro de lino, un blazer negro a juego, una camisa blanca impecable y la corbata más hermosa que había visto en mi vida: roja, tejida, de un burdeo profundo con delicados detalles blancos.
Llegué a casa y me vestí con todo lo que había comprado. Nunca me había sentido tan elegante frente al espejo; era como verme por primera vez. Entré a mi pieza y noté que todo estaba en su lugar, salvo la corbata, que colgaba de una viga en el patio de la casa.