Largos han sido los años en los que una voz hace eco en mi cabeza, con palabras tan difusas como mi vista a través de la niebla que perturba mi pueblo natal en cada invierno, aquella que atormenta el paisaje que se esconde en la penumbra de la madrugada, la misma que no me deja ver más allá de la reja que está a pocos metro de mí, que da al corto sendero que lleva hasta al que alguna vez fue mi hogar, sé a quién pertenece esa voz, es aquella que susurraba en mis oídos en los días donde creía ser feliz y que ahora solo se ahogan en la oscuridad de mi memoria, es la voz que un día dijo palabras tan crueles que se quedaron impregnadas en mi como las manchas de vino sobre las camisas blancas que no podré usar nunca más, la misma que nunca respondió a las mil preguntas que gritaba a la mitad de la noche.

Al cruzar las rejas de la entrada puedo distinguir una luz encendida, con un aspecto lúgubre, veo como la hierba se expande por las paredes y entra por las ventanas rotas, además de toda la que yace por el pequeño camino que llevan hacia las escaleras de la entrada, supongo que de alguna manera el abandono permitió que la naturaleza tomara lo que alguna vez fue suyo. Sigo el camino y abro la puerta; todo está igual que el día que me fui, cada flor y cada plato puesto con suma delicadeza en la mesa, pero con la diferencia que esta vez todo estaba oscuro, sin vida y lleno de polvo. Lagrimas se acumulaban en mis ojos al mirar lo que fue mi pasado, que no me di cuenta de los pasos a mi espalda, hasta que sentí una mano posarse en mi hombro, me sobresalté, gire mi cabeza y el tiempo pareció detenerse, el viento dejo de soplar y la vieja madera ya no chillaba más, me di vuelta impaciente, para ver que su cara estaba igual, con esos ojos azules, que me recuerdan el viejo anillo de ópalo que guardo en mi cajón con celo y aquellos rizos oscuros cayendo por su frente, alce mi mano para poder tocar su rostro y me di cuenta de que a pesar de ser un sueño, el tiempo no había sido tan cruel con él cómo lo había sido conmigo.

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