En esta gran hacienda, antiquísima, habita mi amo. Le llevo sirviendo desde hace ya mucho tiempo. Tanto es así que no logro recordar cuándo fue la vez que comencé a trabajar para él. Lo único que sé de mi primer día estando en este lugar es que mi pelo aún no se había tornado gris y no tenía tantas arrugas en la cara. Mi lugar de trabajo tiene cuanto mínimo dos siglos a su espalda desde su construcción y hasta el día de la fecha ha tenido numerosas refacciones y ampliaciones. La última de estas fue la más costosa ya que los materiales y ornamentos fueron traídos de la mismísima París, por pedido explícito del amo, para darle así un toque más europeo; el mármol para las escaleras, las tejas del techo, las baldosas adosadas al piso de la entrada principal y los vidrios decorados de las ventanas, todo ello traído desde la gran ciudad de la bohemia.
En cuanto a la servidumbre, se debe aclarar que hay muchos sirvientes trabajando en la casa y sucede que, como soy el que más años lleva trabajando acá, todos acometen sus qué haceres siguiendo mis instrucciones; desde Ambrosio, el encargado de la caballeriza, a las señoras de la cocina Dominga y Teresa.
Para mí y el resto de los sirvientes, durante la mayor parte del día, trabajar en este lugar es fácil. Llegamos temprano por la mañana y cada uno se pone a hacer sus cosas. La primera actividad consiste en preparar el desayuno. En ese momento el comedor se empieza a impregnar con el olor de la manteca, la leche y el pan recién sacado del horno de barro, todo preparado para que el amo pueda degustar cómodamente. Como a las ocho se levanta, sale de su alcoba e ingresa al comedor saludando de la forma más fríamente posible. Tras sentarse espera la llegada de su comida. Es un hombre joven el cual no supera los treinta años y que goza de una buena estatura; lo único que hace acrecentar en él una aparente mayoría de edad es su larga y prominente barba negra. Tiene, además, unos ojos celestes los cuales están depositados sobre un rostro pálido. Cuando termina de desayunar, sin mediar palabra alguna, se levanta en dirección a la puerta de entrada, toma su sobre todo gris y se dirige a trabajar. Pasa el mediodía y, cuando está por terminar la tarde, todos los empleados nos reunimos al lado de las caballerizas a merendar. Si bien durante estas tertulias se comparten anécdotas y risas, nadie me dirige la palabra. Esto se debe a que soy el predilecto del amo, lo cual implica un mejor trato y sueldo que el resto de los sirvientes. Todos me ignoran y me desprecian en silencio. No los culpo, pero me hacen sentir como si no estuviera presente ahí con ellos…como muerto, no existo.
Como había dicho, trabajar en este lugar es medianamente fácil. Esto se debe a que el amo pasa mucho tiempo fuera trabajando: es contador en un banco que está próximo al centro de la ciudad. Esta tranquilidad cambia cuando muere el día y nace la noche. A eso de las nueve, extenuado, el amo llega a la casa. Lo primero que hace es preguntar si ocurrió algo en su ausencia, si le responden que no ha ocurrido nada luego va a darse un baño en la tina. Después de todo esto, cuando ya son las diez y media, pide que le sea servida la cena. Es en este preciso momento cuando comienza el martirio. Para su deleite, el amo comienza a denigrar y bastardear a cada uno de nosotros. A las señoras Dominga y Teresa, encargadas de la comida, las insulta porque, según él, sus platos son fofos, muy salados o, por el contrario, carentes de sabor alguno. A Aparicio, el muchacho encargado de preparar la mesa, le dice, por ser negro, que si no fuera porque la esclavitud ya fue abolida hace diez años, lo tendría todo el día trabajando sin pagarle un solo peso. Por último, también se burla de mí, porque soy muy viejo y, según él, esto me hace tonto y lento para llevar a cabo las tareas que me encomienda. También me dice que, si no fuera porque me tiene pena, ya me hubiese echado de una patada a la caída hace mucho tiempo.
Cuando ya es casi medianoche, el amo se prepara para irse a la cama y los sirvientes se dirigen cada uno a sus respectivos hogares; todos menos yo que me quedo por pedido de él. Quiere que vigile la casa hasta bien entrada la noche, porque teme que alguien pueda entrar en la casa mientras duerme. Pero lo conozco desde hace ya muchos años, sé que esa no es la verdadera razón por la cual no quiere que me vaya, es una banal mentira. En realidad, él siempre ha temido estar solo, sin nadie alrededor. Teme al silencio y a esa oscuridad que la soledad transmite, no la soporta, lo ahoga. Si no fuera por su personalidad tan estúpida y ácida quizás estaría rodeado de gente que lo quisiese, incluso gozaría de tener una bella esposa y de unos encantadores hijos. Pero su realidad no es así, ni lo será algún día, su naturaleza se lo impide.
Durante estas horas nocturnas, me paso el rato deambulando de un lado al otro de la casa, recorriendo todos los pasillos y visitando todas las habitaciones; la cocina, la habitación de los huéspedes, la biblioteca, etc. Todo esto siempre por supuesto acompañado de una vela que me ayuda a iluminar mi camino.
La noche anterior, me pasó algo interesante. Eran como las dos de la mañana cuando, al pasar por el pasillo, aquel que está colmado con los retratos de aquellos anteriores dueños de este lugar y ancestros del amo, escuché un chirrido que provenía del final del pasillo, del living. El sonido fue breve pero claro como el agua cristalina. La curiosidad me invadió, me empecé a acercar despacio y en silencio a la puerta. Con cada paso nuevo que di mi emoción aumentaba al unísono, quería saber qué había ahí. Entre iluminándome con la vela y ahí fue cuando lo vi. Posado sobre el sillón de cuero se encontraba un grillo. Era grande como el pulgar de un hombre adulto y negro como la noche más invernal; color que, además, se resaltaba por el cuero marrón claro del sillón donde se encontraba postrado.
La mayoría de las personas en mi situación hubiesen matado al insecto. Lo cual es lógico porque su incesante ruido y desagradable aspecto lo convierten en un huésped indeseable para cualquier hogar; pero para mí no. Me fascinó la idea de hacer todo lo contrario. Quería dejarlo vivir, que se quedara en la casa y lograse encontrar un lugar oscuro y húmedo dentro de ella en el cual habitar. Quería que sus chirridos no dejasen dormir al amo, que su presencia atrajese a otros miembros de su misma especie y que todos juntos crearán un sinfónica infernal capaz de enloquecerlo. A tal punto que, de tanto cansancio, no pudiese hacer ninguna actividad bien… ni siquiera formular de forma correcta palabra alguna.
Ahora, también me gustaría que, producto de la presencia de tantos grillitos, empezaran a llegar a la casa todo tipo de criaturas de formas que no parecen haber sido concebidas por Dios; de esas que tienen más de seis patas, con muchos ojos, de colores muertos y capaces de trepar las paredes. Criaturas que yacen en la oscuridad y se alimentan de otras cazándolas con colmillos, aguijones, telarañas o veneno. Esperaría que alguna de todas ellas, por lo menos una, visite el cuarto del amo mientras duerme y lo ataque. Que lo haga retorcer de dolor y, de ser posible, hagan incluso cerrar sus ojos para siempre. Y luego de haber consumido parte de su ser material utilicen lo que queda de él como morada para sus crías y que están jueguen dentro de su barbita. Por el momento, dejé vivir al grillo. Ahora habrá que esperar para ver si los restantes eventos se suscitan. Puede que falte mucho para eso, incluso existe la posibilidad que nunca ocurra, pero por el momento esta noche ya escucho a más de un grillito cantar y eso significa que ha habido un avance, lo cual me alegra mucho. Sólo queda aprontarse a esperar.