Gustavo Andrés Leyton Herrera (Chillán, Chile. 3 de mayo de 1986), es diseñador gráfico, con estudios de Licenciatura en Historia y Periodismo en la Universidad de Concepción. Ha publicado artículos en revistas especializadas de Chile, México, Argentina y España. Hoy presentamos dos cuentos inéditos

  1. Resonancias de Sewell

Froilán Cárdenas está sentado en una cama de latón, con la espalda apoyada en la cabecera. Termina de leer una novela encuadernada en tapa dura y la deposita sobre un velador de madera. Siente el aire pesado en el cuarto, descorre las cortinas y abre las ventanas. Al notar que el tiempo despeja en Quinahue, resuelve marcharse esa tarde. Sale de su casa campestre con un bolso de cuero, camina entre huertos descuidados y espera al costado de una ruta arcillosa. Un autobús repleto de campesinos lo recoge. Después de una hora de viaje, llega al terminal de Rancagua. La ciudad posee calles pedregosas y un aspecto pueblerino. Va en busca de su tío Rufino, un hombre surcado por las arrugas.Rufino está desempleado, así que Froilán no tiene problemas para encontrarlo en su modesta casa, situada en un barrio de la periferia. Su tío le cede una habitación que sólo posee un sillón roído en su interior. En los días posteriores, el muchacho consigue un trabajo mal pagado como cartero.

Rufino dice que la situación mejorará, pero Cárdenas no le cree. Piensa en su regreso al campo. En una noche lóbrega, decide ir a un bar céntrico de mala reputación y tomar una botella de vino tinto en la barra. Observa cómo un hombre bajo entra al local, se sienta a su lado y pide un tequila reposado.

Cuando Froilán se prepara para salir, el hombre le pide que se quede a conversar con él. El individuo se presenta como Herminio y lo invita a compartir unos tragos. El joven titubea, pero al final acepta. En medio de una conversación sobre las peleas de boxeo, Herminio le pregunta sobre la posibilidad de trabajar en el yacimiento de cobre «El Teniente» y residir en Sewell, la ciudad enclavada en las montañas que alberga a los mineros. Cárdenas responde que no tiene problemas, pero prefiere tomarse la propuesta con calma.

Una semana después, Froilán decide dejar su empleo como cartero. En la mesa del comedor descuidado, Rufino fuma unos cigarrillos. Cárdenas prepara su bolso para marcharse al mediodía. Está convencido de que el trabajo en la mina es una buena oportunidad para progresar. El hombre observa a su sobrino -espigado y tostado por el sol- firme en su resolución. Quiere advertirle sobre la dureza de esa ocupación y sobre los numerosos trabajadores que renuncian en Sewell. A pesar de eso, opta por moderar sus palabras

.—Escríbeme. Si no te adaptas, puedes regresar —dice, y se levanta de la mesa para entregarle un gabán pardo, sacado de una estantería rústica del comedor.

El muchacho recibe el abrigo, agradece el gesto con un abrazo afectuoso y se marcha del hogar. Siente frío mientras camina por las veredas, donde las madres con chalecos oscuros transitan acompañadas de sus hijas pequeñas. Luego, atraviesa calles asfaltadas y de tierra, donde los automóviles son conducidos con premura. Debe encontrarse con Herminio.

Froilán llega a la estación de tren, atestada de personas desaliñadas. En un banco solitario del andén, Herminio lo está esperando. El sujeto le entrega un pase de trabajo y desaparece entre la multitud. Cárdenas sube a la locomotora y observa con atención el paisaje bucólico a través de la ventanilla. Los arrieros y sus mujeres observan el paso lento de la máquina desde chozas de adobe. Las plantaciones de trigo dan paso a terrenos ásperos y agrestes. Cuando el tren asciende por la cordillera de los Andes, la temperatura desciende bruscamente. Se pone el gabán. En una ladera nevada de la montaña, avista Sewell bajo un cielo púrpura.

En los días siguientes, Froilán explora las construcciones escalonadas de cuatro o cinco pisos, uniformes y pintadas de color pastel. Las calles son inexistentes. Hay una escalera central que le permite llegar a diferentes puntos de la ciudad y subir a la mina «El Teniente». A veces se distrae viendo a los hombres curtidos jugar al palitroque y pasea frente a las parroquias, los clubes sociales y el hospital. Cárdenas vive en una habitación alquilada, situada en un edificio azul, austero y destinado a solteros. Su cuarto tiene una cama dura y una ventana en forma de guillotina, con vista a los macizos escarpados.

Durante un atardecer invernal, Froilán asiste por primera vez al teatro de la localidad, donde se proyectan películas con frecuencia. La edificación tiene un tono damasco, está ubicada en una explanada de concreto y cuenta con bancos donde la gente se reúne para conversar animadamente. En la entrada hay un cartel que anuncia la película «Cita en los cielos», protagonizada por Lon McCallister y Jeanne Crain. Cárdenas compra unos chicles masticables a un vendedor ambulante, paga el boleto y se sienta en una butaca al final de la sala. Observa cómo un grupo de hombres bien vestidos se sienta en la platea. La sala está abarrotada. Una jovencita de tez clara y pelo rizado se sienta justo delante de él.

Cárdenas quiere entablar una conversación con ella; sin embargo, decide prestar atención a la película en blanco y negro. El romance durante la guerra mundial capta su interés. Cuando la película termina, la joven ya no está. Froilán se retira por la escalera, iluminado por la tenue luz de los faroles.

En su camino, ve a algunas parejas abrazadas en los descansillos y a los guardias municipales acercándose para amedrentarlas. Llega a su habitación, se acuesta en la cama fría y se queda dormido con la chaqueta puesta. Se despierta a las seis de la mañana para subir sin prisas por la escalera central. En su recorrido, se encuentra con cientos de mineros. Al llegar a «El Teniente», el frío se intensifica.

Los jefes se acercan a los recién llegados para darles instrucciones precisas. Deben cargar vagones de mineral calcinado. Froilán recibe unos guantes de lona y una pala. Echa un vistazo al agujero excavado en la superficie de la montaña. Junto a una cuadrilla de trabajadores, baja a las profundidades de la tierra en un ascensor sostenido por cuerdas. Al recorrer un pasaje oscuro y saltar charcos de lodo, el grupo escucha una explosión distante.

Una columna de humo avanza rápidamente por el túnel y los mineros intentan escapar hacia los pasillos interminables. Froilán trata de orientarse con el eco de las voces. Corre, empapado de polvo y humedad. Le cuesta respirar. Pierde la orientación y cae desorientado. El vapor no le permite ver nada. Cierra los ojos.

2. Islas Galápagos

Aníbal tuvo una noche extraña. Una pequeña lancha encalló en el pequeño muelle frente a su cabaña. Sancho, su fiel pointer, ladró agitado, intuyendo lo anómalo de la situación. Aníbal dejó por un momento la acuarela de la corbeta Esmeralda y se tomó un tiempo para salir a inspeccionar. No solía recibir visitas, menos venidas desde el mar.

Echó un vistazo con sus binoculares. En la proa del frágil navío, un hombre pareció atisbar en el horizonte. Parecía un poco agitado, pero eran simples conjeturas del pintor, un viejo misántropo que apenas tenía contacto con personas del exterior.

No hacía un buen tiempo en Loncura. El agitado rumor del oleaje, las rachas de viento que barrían las arenas litorales, las nubes lóbregas que parecían anunciar abundantes lluvias y el sonido chirriante de las ramas de los eucaliptus y canelos que rodeaban su vivienda rústica convertían la situación en algo funesto.

La lancha, con los lados pintados de azul cobalto y con motor fuera borda, era más pequeña de lo que supuso Aníbal en un comienzo. El hombre, un individuo en sus veintitantos, arrizó la embarcación con facilidad.

Desde la balaustrada, Aníbal y su perro esperaron con expectación. Minutos después, el viejo encendió su linterna y se aproximó al muelle, indignado. A fin de cuentas, el navío arribó al frente de su propiedad.

El joven, con expresión de extravío, se acercó inquisitivo al pintor y se adelantó con una pregunta intempestiva.

— ¿Estoy en las Islas Galápagos?

El muchacho, con una sonrisa de imbécil, aguardó con tranquilidad una respuesta de Aníbal, quien lo miró como si estuviese en presencia del mismísimo Satanás. Le pidió que repitiera la pregunta. Solo quería estar seguro de no sufrir un supuesto episodio de demencia. Incluso Sancho había dejado de gruñir, como si entendiese -tal vez no- la situación.

— No, muchacho. Te alejaste unos cuatro mil kilómetros de tu destino — Aníbal lo miró con dudas, supuso que el joven le tomaba el pelo.

—Algo me decía que iba por mal camino — contestó el muchacho con toda naturalidad.

El viejo pintor asintió y miró al muchacho con extrañeza. Éste se devolvió con rapidez a su lancha, embarcándose en ella. Lo último que Aníbal alcanzó a ver fue un punto refulgente en el océano que desapareció para siempre.

Volvió a la cabaña, junto con Sancho. Pensó que toda la situación fue una ficción, una fantasía absurda. El momento le sirvió, al menos, para escapar de su rígida rutina. Concluyó que su soledad relativa lo desquiciaba.

Aníbal trabajó en la acuarela, absorto. En la madrugada, tomó el resto de vodka que le quedaba de su licorera de bolsillo y le dio unos sorbos a Sancho. Al alba, ambos despertarían con un gran dolor de cabeza.

Sin embargo, la llegada del extraño joven le dejó un regusto de intriga. ¿Por qué alguien se habría equivocado tanto en su itinerario? Aníbal decidió investigar un poco más. A la mañana siguiente, mientras caminaba por la playa con Sancho, se encontró con un trozo de papel flotando entre las rocas. Lo recogió con curiosidad y desplegó su contenido. Eran unas coordenadas geográficas escritas con tinta borrosa. ¿Podrían tener relación con el visitante de la noche anterior?

Decidido a descubrir la verdad, Aníbal preparó su pequeña embarcación y, junto con Sancho, se adentró en el mar en busca de respuestas. El rumor del oleaje y el viento en su rostro le daban una sensación de libertad que había olvidado.

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