Te despiertas por primera vez en una habitación en la que nunca antes habías dormido. Apenas entra luz. Al abrir la puerta, descubres que el perro se cagó afuera de tu pieza, mientras dos chicos desayunan en la cocina. Es una sensación extraña, aunque ya no es nueva; de hecho, se ha vuelto recurrente. Te has mudado, según calculaste hace unos días, siete veces en tres años. Crees que es demasiado, mucho más de lo que quisieras.

En tu temprana juventud soñabas con vivir en muchos lugares, tener múltiples trabajos y experimentar varias relaciones. Pero ahora no. Lo único que deseas es encontrar un lugar donde quedarte por mucho tiempo. Sin embargo, no puedes. Así que aquí estás de nuevo, en otra casona de estudiantes, empezando desde cero.

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De pequeño casi nunca te mudaste. Tal vez una o dos veces, pero siempre terminabas regresando a casa. La primera vez fue porque tu mamá se separó de tu papá, y tuviste que mudarte a la casa de tu tía en Maipú. No tienes muchos recuerdos porque eras muy chico, pero sí te acuerdas de que tu mamá discutía mucho con tu tía y de cuánto extrañabas tu «casita verde».

La segunda vez también fue por una pelea con tu papá, y con tu mamá te mudaste a unos blocks en San Felipe, en uno de los peores barrios de la ciudad. Tu mamá apenas te dejaba salir, y solo podías ir hasta la casa de Lissette, una amiga que vivía en el departamento de enfrente.

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Desde que te fuiste de la casa de tus padres, te has mudado ocho veces. Has vivido con amigos, con desconocidos que se volvieron amigos, con conocidos que se convirtieron en enemigos y con una polola que terminó siendo tu ex. Has compartido techo con una anciana, con alemanes, colombianos, italianos, franceses, peruanos, venezolanos, españoles, prostitutas, tatuadores, chefs, periodistas, repartidores de Rappi y feriantes. Cada mudanza ha sido una lección, pero sigues buscando un lugar al que puedas llamar hogar, al que puedas volver.

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Te hiciste amigo de un alemán con quien viviste tu despertar sexual y homosexual. Viajaron juntos a Punta Arenas durante una semana. Te acuerdas de él andando en bicicleta, subiendo cerros hasta la cima, ayudándote cuando el viento te golpeaba con fuerza. Te acuerdas de estar a su lado viendo los delfines desde una lancha. Te acuerdas de él pasándote el champú y diciéndote que no tenía jabón, pero que el champú servía igual. Te acuerdas de los chicos del hostal preguntándole qué música quería escuchar y de cómo eligió a Maluma. Te acuerdas de bailar con él, de meterte al mar en pleno invierno. De verlo besarse con cuanta chica quería. Te acuerdas de él sentado junto a tu hermana, tomando cerveza de la Patagonia.

Vivieron juntos casi seis meses, y aún sientes ese vacío que dejó el sonido de su maleta golpeando el suelo a las cuatro de la mañana, cuando se fue de vuelta a Alemania.

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Pensaste que terminar una relación sería fácil. La primera vez que lo hiciste fue por WhatsApp. Había sido tan simple que no lo podías creer. «¿Terminamos?», escribiste. «Ok», te respondió ella.

Era evidente que las cosas no estaban bien, pero nunca antes habías terminado una relación y, de repente, te convertiste en alguien que lo hace por mensaje.

Días después, ella te llamó para pedirte explicaciones. Se encontraron en La Moneda y estuvieron juntos hasta que cayó la noche. Lo que más te dolió fue que ella ya sabía todo de antemano. Sabía que ya no la amabas, que evitabas verla, que a veces la esquivabas. Sabía que estabas siendo frío, que el sexo ya no te entusiasmaba.

—Está bien —te dijo con una sonrisa.

Eso lo hizo aún más difícil. Hubieras preferido que no lo supiera. O que, si lo sabía, te lo reclamara. Pero no. Ella solo sonrió y repitió:

—Está bien.

Y ahí fue cuando te quebraste. Te pusiste a llorar.

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Hay una frase de Amélie Nothomb que conservas en tu memoria cada vez que te despides de algo o de alguien:

«Lo mío es una sucesión de adioses que nunca sé si son definitivos. Debería estar más entrenada que el común de los mortales, pero ocurre justo lo contrario. He vivido tantos adioses que mi corazón ya no los resiste».

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Has sido feliz en muchos lugares de tu vida. Uno de ellos fue una casa en el Barrio Dieciocho. Estuviste ahí un año y medio, pero finalmente te fuiste cuando las fiestas eran de lunes a lunes, ya no podías leer y sentiste que habías perdido tu individualidad.

Recuerdas que estabas en la universidad, en una clase de filosofía, con una de las peores resacas, sin entender nada de lo que el profesor decía sobre Kant. Fue en ese momento cuando lo supiste, o quizá cuando tomaste la decisión de irte. Le escribiste al casero: «Tengo que hablar contigo cuando llegue».

«No me puedes hacer esto», respondió él de inmediato. «Dímelo ahora». Sentiste un vacío dentro de ti. «¿Te irás, cierto?». Ya lo esperaba. Sabías que no encajabas del todo: no participabas en las actividades grupales y preferías ir a la biblioteca a estudiar.

Cuando llegaste a casa, él te hizo cariño en el pelo y luego lo sacudió. «Estás grande», dijo, orgulloso.

Después te mudaste a una casona con menos gente… y una plaga de ratones que no te dejaban dormir.

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Recuerdas la primera vez que pasaste una Navidad sin tu papá. La semana anterior habían pasado toda una semana juntos en Santiago. Él cocinaba, hacía sándwiches para el almuerzo, y salían a pasear durante el día. Te decía que te fueras caminando hasta el mall porque era bueno hacer ejercicio, pero en realidad él no tenía dinero porque llevaba dos meses cesante. Te compraba una pizza individual en oferta y fingía no tener hambre. Veían fútbol y películas en la televisión y salían a las casas de sus amigos de visita. Escuchaban música a todo volumen hasta que una vez llegaron los carabineros por ruidos molestos. El 23 te dijo que debías ir a casa de tu mamá para acompañarla y no dejarla sola. Te llevó al terminal y viste su cara pegada al vidrio de la ventana del bus, despidiéndose. Aquella fue la Navidad más triste que viviste.

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Te encuentras nuevamente con cajas, caminando solo. Esto ya lo has hecho tantas veces junto a amigos, novias y fleteros. En las cajas mueves tu ropa y tus libros. El resto puede esperar, piensas. Te caen unas lágrimas porque sabes que vas a echar de menos muchas cosas, pero por sobre todo la nostalgia de lo que no fue, de lo que pudiste haber hecho. La nostalgia del fracaso colectivo e individual.

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Pasas toda la noche buscando la palabra exacta para describir lo que sientes. Encuentras varias: anemoia, saudade, natsukashii, sehnsucht, viraha. Todas te parecen hermosas, pero ninguna es la que necesitas. Nada te satisface. El vacío vuelve a hacerse presente.

Matías Saá Leal

Matías Saa Léal. Estudiante de literatura en la Universidad Alberto Hurtado

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