No me acuerdo de cuál fue el primer partido que vi, y tampoco me acuerdo del primer partido que vi de la Cato. Probablemente el primer partido que vi fue uno del Colo, porque mi abuelo era del Colo y veíamos los partidos de Mati Fernández y el Mago Valdivia. El primer recuerdo que tengo de la Cato es en la casa de mi abuelo, de noche, y la camiseta me pareció preciosa. «¿Qué equipo es?», le pregunté a mi abuelo. «Es la Cato», me dijo él. Recuerdo la imagen de Pablo Lenci saliendo del área jugando. No sé por qué recuerdo a Pablo Lenci, pero ese es el primer recuerdo que tengo de la Católica.
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Desde entonces volví todas las semanas a la casa de mi abuelo a ver los partidos de la Cato, porque en mi casa no teníamos CDF Premium; ni siquiera teníamos cable. Con el viejo peleábamos, discutíamos sobre fútbol. Para mí, esa era la única discusión que valía la pena. Él decía que tenía que ser del Colo porque era el equipo del pueblo, porque jugaban Mati Fernández y el Mago Valdivia, los dos mejores jugadores chilenos de aquellos años. Yo no sabía de fútbol ni tenía las herramientas para debatirle; él siempre ganaba esos debates.
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Me acuerdo de ganar la Libertadores con la Cato en el Winnig eleven y tener a Roberto Carlos como el goleador del equipo.

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Hubo un tiempo en que mi mamá se peleó con mi tía: ella pidió un crédito y, por razones que desconozco, terminaron embargando nuestra casa. Se llevaron todo lo que no alcanzamos a trasladar a la casa de nuestra vecina. Salvamos un sillón y una tele. Mi mamá terminó peleada con mi papá y con mi tía, que seguía viviendo en la casa de mi abuelo, así que tuve que buscar otro lugar para ver los partidos.
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Recuerdo escuchar por la radio la semifinal contra Boca Juniors con mi amigo José, sentado en la cuneta frente a mi casa. Él vivía al frente y también le gustaba mucho el fútbol, aunque era de la U. «Apoyo a los equipos chilenos en las competencias internacionales», me dijo, lo que a mí me pareció una estupidez, porque yo siempre quería que la U perdiera, en todas las competencias.
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Fue en un bar llamado El Cocomo, frente a la Alameda Yungay, en San Felipe, el lugar elegido para ver la final entre la Cato y la U. Tenía ocho años y era el primer año en que seguía todos los partidos del torneo. Mi ídolo era el Polo Quinteros, pero también recuerdo al gran Darío Conca, el Tati, Imboden, Eros Pérez, Arrué, Rubio, Osorio. Con mi mamá llegamos tarde al Cocomo. El local olía a cerveza y a cigarro, y ese fue el olor que asocié al fútbol durante años: cerveza y cigarro. Con mi mamá éramos los únicos de la Cato. Había muchos hombres con camisetas y banderas de la U, medio ebrios, cantando los cánticos de su equipo. Mi mamá me decía: «No vayas a gritar el gol». Yo asentí, pero sabía que no lograría cumplir la promesa. Era una final, y cada gol se gritaba con todo.
Me mantuve en silencio cuando Pozo pitó penal para la Cato en el minuto 67. Cuando Rubio marcó, le pegué fuertemente a la mesa y grité: «¡Aguante la Cato, CTM!». Mi mamá miró para todos lados, pero a nadie pareció importarle.
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Cuatro días después fue la final de vuelta, y la vimos en el mismo local. Llegamos en el minuto 7, y la Cato ya iba ganando 1 a 0 con gol de Osorio. Fue un sueño. Nos tomamos un par de bebidas para poder estar en el negocio sin que nos echaran. Esta vez había más hinchas de la U, y yo, junto a mi mamá, seguíamos siendo los únicos que apoyábamos a la Cato. No alcancé a gritar el gol de Osorio, pero aquella vez pasó algo que no me había pasado: fue la primera vez que lloré por fútbol. El primer llanto comenzó con el gol de Salas tras un centro de Hugo Droguett. La pelota había salido cuando Droguett sacó el centro, y me costaba entender la injusticia del fútbol. Mis lágrimas caían solas, y mi mamá me dio un fuerte abrazo de consuelo que no fue suficiente, porque Rivarola metió el 2 a 1 en el 73′ y era el empate global.
Nos fuimos a los penales, y la tensión crecía. Conca y Arrué marcaron, y Salas y Valencia también para la U. Ese fue el último penal que vi, el de Valencia; no pude seguir viendo los penales. Mi nariz estaba llena de mocos, y de mis ojos no dejaban de caer lágrimas. Con mi mamá salimos y nos fuimos caminando hasta el centro. Estaba oscureciendo cuando nos encontramos con un chico con la camiseta de la U. «¿Cuánto salió el partido?», le preguntó mi mamá. «Ganó la Cato», dijo él, furioso. Yo comencé a saltar. Mi mamá me abrazó. Me sentía muy feliz y llegué a la casa a ver la celebración que mostraban las noticias. Mi mamá, semanas después, me fue regalando semana a semana la revista El Gráfico. Aún mantengo una en donde aparece el Tati besando la copa. Era el noveno título de la Cato, en el que el Polo, con la camiseta 9, marcó el último penal, y yo estaba a punto de cumplir 9 años. El 9 era mi número de la suerte.
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Mi papá se llevaba mal con mi abuelo, así que también se hizo de la Cato, y a fines de 2005 me regaló mi primera camiseta. Era una Nike con el logo de Cristal en la franja. No me la sacaba en ningún momento. Mis amigos del barrio tenían sus camisetas: algunos del Colo, otros de la U, y algunos, más rebeldes, de Unión San Felipe. Yo era el único de la Cato. Pateábamos penales en la plaza de nuestra villa, donde dos árboles hacían de palos laterales. Me imaginaba que era el Polo Quinteros y mi amigo, Herrera. Cuando me tocaba atajar, yo era el Tati y él, Ponce.


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El primer recuerdo que tengo de un clásico entre la Cato y el Colo fue en el campeonato siguiente, el Apertura 2006. El partido empezó mal para el Colo, porque en el primer tiempo expulsaron a Valdivia luego de que se dirigiera a una cámara del CDF y dijera: «Selmán me va a expulsar, me va a expulsar». Selmán se acercó y le mostró la segunda amarilla; se fue expulsado. En el Colo jugaban Sanhueza, el Kalule Meléndez, Claudio Bravo, el Mati Fernández, Gonzalo Fierro, el capitán David Henríquez, y el Chupete Suazo, que en el último minuto del primer tiempo cayó en el área por una falta de Imboden y Selmán pitó penal.
Yo no lloraba por regalos, amistades, el colegio o porque mi papá se había ido de la casa, pero sí lloraba porque Suazo cayó en el área y a la Cato le podían hacer un gol. Era un clásico y se vivía con todo. Se jugaba mi orgullo frente a mi abuelo, mi orgullo de volver al colegio al día siguiente y soportar las burlas de mis compañeros durante días.
Pero nuevamente mis lágrimas fueron en vano, porque el Tati le atajó el penal a Fierro. El partido fue increíble. Ambos equipos tenían un equipazo. El Chupete hizo un doblete y dejó el marcador en 2 a 0, pero la Cato se lo terminó dando vuelta con dos golazos de Rubio y uno del Polo. Todo en el segundo tiempo.
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Mi mamá dejó de acompañarme a ver los partidos al Cocomo porque decía que sufría mucho viendo los partidos de la Cato, y volvimos a ir a la casa de mi abuelo. Esta vez, él me decía que no fuera de la Cato y seguía dándome las mismas razones, pero ahora yo tenía mis argumentos: le dimos vuelta un 2 a 0 en el Monumental.
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No tengo razones para ser de la Católica. No soy católico ni cristiano. No vengo de una familia con plata. Nací muchos años antes del tetracampeonato. No vengo de una familia de la UC. A veces me preguntan por qué soy de la Cato. No sé, respondo. De verdad, no lo sé.
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Me junto con mi papá en un bar del centro. Nos comemos un churrasco y nos tomamos una Coca-Cola. Nos damos cuenta de que, con el tiempo, nos empezamos a distanciar. «El mejor político para estas elecciones es Kast», me dice él. Yo lo ignoro, miro el celular y luego voy al baño. Cuando vuelvo, él sigue hablando de Kast, de los casos de corrupción y del problema de seguridad en Santiago. Discutimos con seriedad, levantamos la voz. Luego, de la nada, me pregunta si vi el gol de Zampedri de chilena. Le digo que fue un golazo, el mejor del campeonato, por lejos. «Después del gol de Gary, es probablemente el mejor gol que vi en un clásico», me dice él. Estoy de acuerdo. Las únicas veces en las que estamos de acuerdo son cuando hablamos de fútbol.
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Ser de la Católica es sufrir. Casi todos mis recuerdos están marcados por el dolor. Recuerdo un clásico con la U; íbamos perdiendo y mi papá había puesto el CDF. Estábamos los dos frente al televisor cuando Salas, una vez más, le marca a la Cato. En la cancha, un joven Gary Medel se enfrenta a un experimentado Eros Pérez, y yo salí al patio a pegarle a una pelota contra la pared cuando escucho a mi papá gritando «¡GOL!» apenas tres minutos después. Gary anota el empate de cabeza y, luego, nuevamente la Cato da vuelta un clásico con el gol más bonito que vi jamás.
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El fútbol hace mucho tiempo dejó de estar en Chile y en Sudamérica. El fútbol se fue para Europa, a España, Italia, Alemania, Inglaterra, quizás Francia. Y esto me hace pensar que lo que me importa no es el fútbol, sino la Cato.
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Ser de izquierda y ser de la Cato es una cosa rarísima.
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Era el verano del 2007, específicamente un 18 de febrero, el día en que conocí San Carlos de Apoquindo. Previo a eso, estaba en casa con mi mamá y el CDF de fondo, como siempre. Entre la tanda comercial, aparece un avance de lo que se venía el fin de semana: Universidad Católica vs. Lota Schwager en San Carlos de Apoquindo a las 19 hrs. Calculamos y alcanzábamos a tomar el bus de vuelta a San Felipe.
— ¿Te gustaría conocer San Carlos? — me pregunta mi mamá.
Di un salto grande y un «sí» retumbó en la casa.
— ¡Sííííí, sí quiero! — le dije.
— Parece un partido piola — dijo ella — , la otra barra no es tan grande y no creo que pase nada.
Ese era el mayor miedo de mi mamá: que las barras pelearan.
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Ya no recuerdo nada más hasta que llegamos al estadio a la hora del atardecer. El cielo se mantenía rosado y la barra cantaba las canciones que llevaba practicando años. Nos sentamos en la galería Alberto Fouillioux, que luego cambié por la Mario Lepe.
Mi papá me regaló un banderín y me separé de ellos para ver el partido pegado a la reja. El primer gol lo hizo el de la camiseta 9, el Bichi Fuertes, a quien le había seguido casi toda su carrera en Colón. El goleador histórico de Colón estaba haciendo goles en la precordillera, y el otro lo hizo el Pájaro Gutiérrez.
De vuelta a casa, se escucharon algunos gritos por el estacionamiento. Eran gritos de pelea, y algunas piedras volaban por el cielo. No se trataba de una pelea entre barras, sino que la misma barra de la Cato estaba peleando, para el colmo de mi mamá.
Aquel fue mi primer partido en San Carlos y, desde entonces, no paré, porque las cosas que hice por la Cato no las hice por nadie. Luego vienen las veces que me escapé del colegio, las veces en que llamaban a mi apoderado para dejarme salir y yo les daba el número de una amiga que también era de la Cato. La vez que me enamoré de una chica solo por ser de la Cato. La vez que recibí mi primer golpe. Cuando pasamos hambre y frío viajando. Cuando conocí al Milo. Las finales perdidas y las ganadas.
Una vida de amor.

